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Lo que Colombia puede enseñarles a América Latina y el mundo sobre el impuesto a la riqueza

Las consecuencias derivadas de la pandemia del COVID-19 están provocando cambios en prácticamente todos los ámbitos de nuestras sociedades. La política pública –y, particularmente, la tributaria– no ha sido ajena a esa dinámica.

Hace un par de semanas participé en un evento organizado por la Friedrich-Ebert-Stiftung –para la cual trabajo– en Chile. El tema central: impuestos a la riqueza. Este tipo de tributo, que hace parte de nuestro sistema tributario hace casi un siglo, llama mucho la atención en el resto de América Latina, pues solo Argentina y Uruguay tienen impuestos similares.


La emergencia ha puesto sobre la mesa la posibilidad de crearlo. En Chile sería un impuesto de una sola vez a las grandes fortunas, y de asignación específica, pues serviría para financiar un ingreso básico durante un tiempo determinado. La medida recaudaría tres puntos del PIB.


Sobre este tema también se está hablando en Perú, Brasil y Ecuador, así como en Italia, Suiza y Rusia.


La experiencia colombiana con respecto al impuesto a la riqueza ha dejado lecciones valiosas de cara a su eventual introducción en otros países, pero también para entender cómo ha operado en diferentes momentos políticos, sociales y económicos de nuestro país.


La primera tiene que ver con el recaudo. Contrario a lo que se cree, este impuesto recauda bastante bien. En Colombia se ha llegado a recaudar hasta un punto del PIB –actualmente llega a cerca de medio punto–. Eso, para un país como Alemania, que recauda el 35 por ciento del PIB o más, puede ser visto como un fracaso. Sin embargo, en un país como el nuestro, de ingreso medio, cuyo recaudo no llega al 20 por ciento del PIB, se trata de una cifra significativa.


En segundo lugar, los cambios que produce este impuesto –entre ellos la elusión y la evasión– parecen ser menos pronunciados de lo que se piensa. Los críticos de este impuesto suelen decir que distorsiona principalmente el ahorro y la inversión, en razón de que las empresas o las personas –dependiendo de cómo se estructure– dejarán de invertir para evitar pagar el impuesto, o terminarán endeudándose para reducir su patrimonio neto. Se dice también que este impuesto se evade a partir del movimiento de capitales hacia paraísos fiscales.


Sobre estos argumentos la experiencia colombiana deja algunas conclusiones. Comencemos por las distorsiones no evasivas. Existen varios tipos de distorsión. Está la que genera evasión y elusión –es decir, lo que hacen las personas para no pagar–. Otro tipo de distorsión se da en virtud de cambios en el comportamiento de los agentes económicos, es decir, cuando las personas toman decisiones que no tomarían si no existiera un determinado impuesto –por ejemplo, endeudarse buscando pagar menos–.


La realidad es que todos los impuestos (con la única excepción de los de suma fija), en teoría, distorsionan. Un estudio de Juliana Londoño-Vélez y Javier Avila-Mahecha demostró, por ejemplo, que “la pérdida de recaudo relacionada por cambios de comportamiento, comparados con el recaudo proyectado, parece ser modesto, y de un valor máximo de 20 por ciento”. Esto indica que sí hay personas que dejan de invertir o llevan su capital a paraísos fiscales, pero que se trata de un fenómeno más modesto de lo que se cree.


Por otra parte, existe la percepción de que este es un impuesto que se evade mucho. Démosle una mirada al caso de Colombia. El impuesto a la riqueza se creó en 1935, durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo, en el marco de la denominada ‘Revolución en Marcha’. Estuvo vigente hasta 1989 y revivió en 2002, durante el gobierno de Álvaro Uribe, concebido como un ‘impuesto de guerra’. Aunque muchas personas se preciaban de pagar este impuesto con sentido patriótico, estudios posteriores –como el de Londoño y Ávila– mostraron, con datos de los Panama Papers, que muchas personas sí evadían y eludían.


La experiencia colombiana también presenta una particularidad: la mayoría de estudios asume que todo el dinero se iba para paraísos fiscales era para evadir, pero también es cierto que, por razones asociadas al conflicto armado interno, muchas personas buscaban esconder su patrimonio.


Lo cierto es que el impuesto a la riqueza –aunque se evade–, puede ayudar a frenar la evasión y la elusión –sobre todo de los más ricos–. Este es un punto que aborda Thomas Piketty en su más reciente libro, Capital and Ideology. Sostiene Piketty que este impuesto cobra sentido porque se une al de renta y las herencias para casi ‘acorralar’ a los más ricos. Estos ciudadanos, añade, tienden a tener un ingreso gravable muy pequeño–, ya que prefieren invertir en bienes, muchos de esos de lujo. Pues bien, el impuesto a la riqueza grava esos bienes. Además, de cierta manera, es más fácil ocultar ingresos que ocultar riqueza. Este fue, precisamente, uno de los argumentos de López Pumarejo para explicar la creación del impuesto.


Cabe, pues, preguntarse por qué este impuesto existe en Colombia y no en economías de tamaño similar a la nuestra. La respuesta es más política que fiscal. En la ‘Revolución en Marcha’ de López Pumarejo se dieron todas las condiciones para sacarlo adelante. Lo mismo sucedió en 2002.


El tema, como señalaba al inicio, ha vuelto a ponerse en la agenda de varios países de la región y del mundo como consecuencia de la emergencia del COVID-19. Antes no se había considerado. Por ejemplo, en la reforma tributaria progresiva que se aprobó en Chile en 2014 –un ejemplo de reformas de su tipo en la región– no se habló de este impuesto, pues no era la época de hablar de este tipo de impuestos. El escenario actual es diferente.


¿Cómo luce el impuesto actualmente en Colombia? La más reciente reforma tributaria hizo que esté bastante más mermado que cuando comenzó. Actualmente este impuesto recauda 0,4 puntos del PIB –en 2002 era un punto del PIB y llegó a casi a 1.2 –. El impuesto se ha venido reduciendo. Antes lo pagaban empresas y personas; ahora solo pagan personas. El umbral se ha ido subiendo. De hecho, en la actualidad lo pagan 7 mil colombianos.


Economistas como Eduardo Lora y José Antonio Ocampo han planteado bajar nuevamente el umbral a partir del cual se empieza a pagar este impuesto al patrimonio. Actualmente lo pagan todos los colombianos con un patrimonio líquido igual o mayor a 5 mil millones de pesos. Se ha planteado también que sea un impuesto progresivo. En este momento no lo es: todos, independientemente de su patrimonio, pagan la misma tasa.


¿Qué tan viable es esa idea? La historia demuestra que tradicionalmente se ha echado mano de este impuesto cuando se requieren recursos adicionales para hacer frente a una emergencia. Lo hizo López Pumarejo para financiar inversiones sociales que se requerían con urgencia, lo hizo Uribe para fortalecer la seguridad, y lo hizo el expresidente Juan Manuel Santos para hacer frente a la emergencia invernal de 2010-2011. No sería, pues, extraño que se hablara de este tema en el escenario actual.


Pasemos a la tercera lección que deja la experiencia colombiana con relación al impuesto a la riqueza. En algunos círculos se afirma que solo cuando exista una gobernanza tributaria fuerte a nivel internacional –que, entre otros, impida la fuga de capitales a paraísos fiscales para evadir impuestos– será posible introducir un impuesto a la riqueza. La noción más cercana a ese panorama es el proyecto OCDE/G20 de lucha contra la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios (BEPS, por sus siglas en inglés), cuyas negociaciones avanzan actualmente.


Ciertamente, bajo un conjunto de reglas como ese, un impuesto a la riqueza funcionaría de mejor manera. Sin embargo, los resultados en nuestro país muestran que, aún sin el nivel óptimo de cooperación internacional, hay cosas que los países pueden hacer para frenar esa fuga hacia paraísos fiscales, tal como lo han mostrado Javier Ávila y Juliana Londoño, evaluando positivamente el programa de nacionalización de activos de la DIAN. No está de más resaltar que se trata de avances que se han logrado en un país de ingreso medio como el nuestro –que, además, no tiene una autoridad tributaria muy fuerte–. Y que aún así ha logrado avances importantes.


La narrativa política que critica el impuesto a la riqueza ha frenado, en alguna medida, la introducción de medidas ambiciosas. ¿Impuesto a los ricos? No, porque se van a salir con la suya. ¿Impuestos al capital? No, porque va a haber fuga de capitales. La realidad es que resulta absurdo pensar que en este mundo globalizado no hay nada que podamos hacer.


Karl Polanyi criticaba esto –un poco anacrónicamente, al fin y al cabo, estamos hablando de una obra escrita hace casi un siglo–: señalaba cómo esa visión de una economía que se regula sola, en la que la sociedad y la política no tienen más que hacer que sentarse a mirar, es utópica, por decir lo menos.


Este tema lo abordamos en un documento que elaboramos para la CEPAL en conjunto con Juan Pablo Jiménez, José Antonio Ocampo y Andrea Podestá, titulado Explorando sinergias entre la cooperación tributaria internacional y los desafíos tributarios latinoamericanos en tiempos de COVID-19. Allí mostramos que tomar este tipo de medidas a nivel nacional les impone presión a nuestras autoridades para crear un marco que sea adecuado con la transparencia y la modernización de las autoridades tributarias –algo vital para cualquier trabajo de gobernanza internacional–.


Tener este tipo de impuesto en Colombia hace que nuestras autoridades ya sepan un poco más sobre estos temas. Esto puede servir en negociaciones internacionales tipo BEPS, o en las propuestas de la Comisión Independiente para la Reforma Internacional de Impuestos Corporativos (ICRIT, por sus siglas en inglés). De hecho, los expertos internacionales de la DIAN son muy valorados en el mundo. Es bien conocido el trabajo en torno a temas como el lavado de activos. Y parte de la experticia viene por cuenta de este tema de los impuestos.


Se trata, en últimas, de un tema político –más que económico–. Los impuestos, en Colombia y en todo el mundo, son un test de legitimidad. Las dinámicas sociales e históricas asociadas a ellos dan cuenta de los procesos internos de cada sociedad y suponen una pauta para seguir avanzando hacia escenarios más justos y mejor regulados.


* María Fernanda Valdés es economista, máster en Desarrollo por el Instituto de Estudios Sociales (Holanda) y doctora en Economía por la Freie Universität de Berlín. Actualmente se desempeña como coordinadora de proyectos en la Fundación Friedrich Ebert (FES) en Colombia.


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