Por cuenta de la presentación de la nueva reforma tributaria, la conversación pública sobre impuestos está a la orden del día. Contrario a lo que se podría pensar, no se trata de un tema que se está abordando solo en Colombia.
Prueba de ello son, por ejemplo, las discusiones sobre los ingresos de capital (o capital gains) en Estados Unidos. El debate se ha centrado, especialmente, en las propuestas orientadas a aumentar las tarifas que pagan las personas de mayores ingresos, con el objetivo de asegurar nuevas y estables fuentes de recaudo para asegurar –como en el caso de Colombia– la continuidad de programas sociales y de inversión pública que permitan impulsar la reactivación económica en el contexto de la pospandemia.
Una de las iniciativas más interesantes, dado su alcance, tiene que ver con el impuesto mínimo global a las empresas. Se trata, nuevamente, de una idea centrada en fijar pisos mínimos para el pago de impuestos por parte de las corporaciones –sin importar en qué país realicen operaciones o pongan sus capitales.
Comencemos por explicar en qué consiste la idea. El impuesto mínimo global busca establecer una tarifa de al menos 15% que los grandes grupos empresariales pagarían en las jurisdicciones en las que obtengan beneficios –aún si no tienen presencia física en ese territorio.
Las conversaciones en torno a esta idea se han llevado a cabo en el seno de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la cual Colombia se adhirió en 2018. La iniciativa, que obtuvo la semana pasada el respaldo de los países del G-20, aportaría anualmente al menos 150 mil millones de dólares de recaudo adicional a nivel global.
El impuesto plantea un escenario impensable hasta hace pocos años, pues la competencia entre países y jurisdicciones se ha basado en bajar al mínimo posible los impuestos que las empresas pagan, con el objetivo de atraerlas a sus territorios. Así, cuando se plantean incrementos tributarios, las empresas tienen incentivos para trasladase - así sea sólo en el papel - a un lugar con mejores condiciones.
El apoyo decidido de Estados Unidos a este impuesto –planteando inicialmente una tasa del 21%– parece haber generado el clima necesario para que sea una realidad. Las propuestas sobre capital gains y el ambicioso plan de infraestructura de la administración de Joe Biden están en línea con la esencia de la propuesta.
Tres factores –además de la luz verde del G-7 y G-20, y de ponerse en línea con iniciativas como BEPS, sobre la erosión de la base imponible– parecen haber convencido a la mayoría de la comunidad internacional sobre las bondades del impuesto mínimo global. En primer lugar, esta herramienta supondría la homogeneización del sistema tributario internacional para, de esta forma, poner frenos a los cambios de residencia fiscal entre países, en busca de tarifas impositivas más favorables.
En segundo lugar se encuentra la posibilidad de fijar un nuevo conjunto de reglas frente a actividades y servicios provenientes de fuentes intangibles como servicios digitales o patentes.
Por último se encuentra la posibilidad de aumentar el recaudo fiscal, que es una necesidad apremiante –como lo ilustra el caso de Colombia– en medio de la actual coyuntura.
Esta, sin embargo, no es una idea apoyada de forma unánime. Se ha señalado, por ejemplo, que no debería desestimularse la competencia fiscal entre países, y que la introducción de un impuesto de esta naturaleza obligaría a replantear el papel que cumplen los estados en la materia.
Las positivas consecuencias que plantea la posibilidad de llegar a casi duplicar la carga fiscal de las mayores multinacionales es uno de los puntos que más atrae a los países. No obstante, es importante considerar factores que podrían hacer que esta cifra variase. Un informe de la firma Morgan Stanley, citado por el diario El País, señala que “si bien la mayor parte de la atención de la prensa se centra en el tipo, la forma en que se determina la base imponible [cantidad sobre la que se tributa] es posiblemente el componente más importante de la ecuación”.
En este punto debería tenerse en cuenta que tipo de incentivos introducirían los países y jurisdicciones con el fin de seguir atrayendo a las empresas. La conversación sobre exenciones, subsidios o, incluso, normas laborales, debe también tenerse en cuenta. Todos estos factores incidirán en las tasas que al final se pagarán de forma efectiva.
En cualquier caso, la idea es positiva. A pesar de la dificulta que plantea, el seguimiento a las empresas que generan la mayor parte de las utilidades globales es más factible que llevar a cabo el mismo proceso con las personas.
En este punto deberán considerarse también las implicaciones que el impuesto mínimo global tendrá para regiones que, como en el caso de América Latina, no concentran presencia masiva de multinacionales.
Además del respaldo de 130 países –que concentran más del 90% del PIB mundial–, incluido Colombia, el impuesto mínimo global tiene el apoyo del Fondo Monetario Internacional.
La parte más importante –que consistió en lograr un consenso casi unánime en torno a la iniciativa– parece haberse completado con éxito. El plan de implementación debería estar listo alrededor de octubre próximo, iniciando la siguiente fase, que consistirá en la adaptación de los marcos regulatorios de cada país. En este punto tendrán que abordarse las cuestiones sobre posibles exenciones.
Se trata, sin duda, de una iniciativa positiva para el recaudo, la transparencia y la justicia tributaria a nivel internacional. El proceso también deja lecciones para Colombia: aunque es deseable apoyar institucionalmente la iniciativa privada y fijar condiciones favorables para el desarrollo empresarial, y la generación de empleo y riqueza, la vía no puede limitarse a conceder beneficios tributarios. El hueco fiscal que abrieron en las cuentas públicas las gabelas aprobadas por la reforma tributaria de 2019 es una prueba de ello.
En cualquier caso, es muy positivo que el Gobierno nacional, tras ver los resultados, haya cambiado de estrategia. El apoyo al impuesto mínimo global y el nuevo proyecto de reforma tributaria –que cumple la promesa de no poner nuevos impuestos en los hombros de las personas que viven de su trabajo– son dos pruebas contundentes de ello.
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