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Economía del cuidado: tal cual –sin comillas

Actualizado: 15 sept 2020

Las consecuencias de la emergencia provocada por la pandemia del COVID-19 han puesto en el ojo de la opinión pública un tema que hasta hace poco sólo se abordaba en círculos académicos: la economía del cuidado y su importancia para los estudios económicos.

Desde el Observatorio Fiscal de la Pontificia Universidad Javeriana –en colaboración con el proyecto del Semillero de Género y Economía de la universidad– queremos seguir contribuyendo a enriquecer la discusión y la pedagogía acerca de este tema.

¿Qué es la economía del cuidado? La ley 1413 de 2010 establece que la economía del cuidado comprende el trabajo no remunerado que se realiza en el hogar y en la comunidad, relacionado con el conjunto de actividades y servicios que permiten a las personas sobrevivir, crecer y trabajar. Este concepto ha sido construido a través de múltiples voces que, desde sectores como el feminismo, han reflexionado sobre el trabajo no remunerado y su relación con la desigualdad.

Este trabajo de cuidado mediante el cual se atienden las necesidades de las personas ha sido tradicionalmente atribuido a las mujeres como algo natural a la personalidad femenina. Así, las mujeres lo han ejecutado de forma no remunerada y desproporcionada. Según cifras del DANE, en Colombia, entre 2016 y 2017, el 76.7 por ciento de este trabajo era realizado por mujeres.

La conexión entre el cuidado y la economía está dada por muchas facetas: el trabajo de cuidado reproduce la fuerza del trabajo en el mercado remunerado; mantiene la salud, la educación y la vida de quienes lo reciben, elementos determinantes en la producción a futuro y en su bienestar; y aumenta el consumo de bienes y servicios, fomentando el desarrollo económico.

Contribuir al debate teórico e histórico implica un esfuerzo de la economía y de los economistas por educarse en perspectiva de género y poner al servicio de estas dinámicas sociales las herramientas con las que cuentan desde su disciplina para la conceptualización, medición, representación e interpretación de datos.

Parte de esa labor pasar por dar visibilidad a autoras que han reconocido la importancia del cuidado. Contrario a lo que equivocadamente suele asumirse en algunos sectores, el tema del cuidado ha sido debatido por la academia y no solo desde el activismo político. La producción académica de autoras como Nancy Folbre, Katrine Marçal, Corina Rodriguez, Silvia Federici y Valeria Esquivel sirve como referente para repensar el cuidado. A nivel local, vale la pena resaltar la tarea de grupos como la Mesa Intersectorial de Economía del Cuidado de Bogotá –integrada por organizaciones de la sociedad civil, instituciones académicas, instituciones políticas y entidades del Estado–, orientada a incidir en temas de política pública relacionados con la distribución social del cuidado desde una perspectiva de género.

En esta línea, es importante resaltar el valor de ejercicios como la Encuesta de Uso del Tiempo, un esfuerzo impulsado desde organizaciones internacionales como la Cepal y la ONU para poner en el centro del debate el trabajo de cuidado, y así comprender una fuente de desigualdad de género poco estudiada en el pasado. Trabajos de esta naturaleza permiten comprender el trasfondo, las implicaciones y los efectos que tienen las relaciones sociales entre los géneros –una realidad que ha sido descrita desde una supuesta posición “neutral” por parte de la economía positiva, o que ha sido directamente perpetuada a través de modelos o políticas públicas que desde la economía normativa han permitido que se profundicen estas disparidades de género–.

Esta recomendación internacional derivó en la inclusión de economía del cuidado en el Sistema de Cuentas Nacionales a través de una cuenta satélite, con el objeto de medir la contribución de las mujeres al desarrollo económico y social del país, tal y como lo contempla la ley 1413. Se trata, como señala el DANE, de una herramienta que “permite visibilizar la relación entre la Economía del cuidado y el resto de la economía, observando la distribución de tiempos, trabajos, consumos e ingresos utilizados en una y otra”, información fundamental para la definición e implementación de políticas públicas.

Uno de los ejes principales de análisis debe girar en torno a que el trabajo doméstico no remunerado tiene un valor económico y podría tener un precio de mercado. Esto se entiende claramente cuando las labores de cuidado y reproductivas se pueden tercerizar a instituciones de cuidado (guarderías, jardines, ancianatos, colegios) y/o servicios de cuidado (cuidado infantil, servicios de aseo y preparación de alimentos y servicios de la salud) que poseen un precio de mercado. Históricamente, estas labores de cuidado han sido feminizadas, se realizan en condiciones precarias y se consideran mal remuneradas –condiciones que perpetúan los roles de género, la división sexual del trabajo y la discriminación en el mercado laboral–.

El trabajo de cuidado no remunerado representa altos costos de oportunidad para las mujeres, quienes sacrifican ocio, tiempo de educación y recursos financieros por realizar estas labores. Pensar que las elecciones de las mujeres no están mediadas por una serie de factores históricos, sociales, económicos, políticos y culturales es desacertado o, por lo menos, ingenuo. El deseo es mucho más complejo que una representación de la libertad y la individualidad de la persona: las preferencias están determinadas no solo por los condicionamientos ya señalados, sino que se circunscriben al contexto en el que se manifiestan –algo que en economía se entiende como endogeneidad–.

No estamos sugiriendo que necesariamente las labores reproductivas y de cuidado se deberían tercerizar al mercado ni estamos cuestionando las elecciones de las mujeres que se dedican a estas labores. Más bien, pretendemos que se reconozca, redistribuya y reduzca el trabajo reproductivo y de cuidado por parte de todos actores involucrados (familia, comunidad, mercado y Estado).

La economía y sus ramas (una de ellas, la economía del cuidado) deben ir más allá del discurso de la maximización del PIB: el fin último de la economía no es el crecimiento económico medido por el PIB sino el bienestar de la población –es decir, propender por mejorar la calidad de vida de las personas–. Así pues, si se tiene como objetivo maximizar el bienestar de las personas, entonces usualmente se requiere alcanzar un crecimiento sostenido de la economía, la equidad en la distribución de ingresos, la sostenibilidad ambiental y la igualdad material, entre otros.

Diferentes sentencias de la Corte Constitucional han señalado que el Estado colombiano debe adoptar medidas promocionales y dar un trato especial –de carácter favorable–, a las personas y grupos vulnerables o a los sujetos en condición de debilidad manifiesta. Esta visión social del Estado refleja una organización política comprometida con la satisfacción de ciertas condiciones y derechos materiales, que reconoce las desigualdades que se presentan en la realidad, y frente a las cuales es necesario adoptar medidas especiales para su superación con el fin de garantizar un punto de partida equitativo entre los ciudadanos.

Por otro lado, la inclusión del trabajo de cuidado en el PIB resulta problemática por varios motivos. Primero, por las dificultades en la medición de su valor económico: a diferencia de los bienes transados en el mercado, el trabajo de cuidado no remunerado no recibe una remuneración monetaria. Por lo tanto, la forma en que se mide su valor en Colombia es a través del dinero que costarían esas actividades en el mercado durante una cantidad de tiempo. Esto podría generar imprecisiones categóricas a la hora de medir el crecimiento de este sector. Por ejemplo, si dos personas lavan la misma cantidad de ropa, pero una persona se demora una hora usando una lavadora y la otra persona se demora dos horas sin asistencia tecnológica, el producto de la segunda persona será valorado al doble que el de la primera, aunque el producto final que tengan sea el mismo. Si bien esta valoración resulta sumamente útil para comprender el cuidado, no es comparable con el sistema actual que contabiliza el PIB.

Más, no siempre es mejor: cuando hablamos de trabajo de cuidado no remunerado, pensamos en reconocerlo, redistribuirlo y reducirlo –no en incrementarlo–, sin que esto disminuya la recepción de cuidado, de los productos del cuidado (como los alimentos) y servicios (como el aseo del hogar), que son tremendamente beneficiosos y deben incentivarse.

La tecnología y los servicios públicos permiten que esta dualidad no sea contradictoria. Así como la lavadora reduce el tiempo de cuidado, pero mantiene sus resultados, los servicios públicos agilizan la mayoría de las actividades de cuidado –desde la preparación de alimentos haciendo uso del acueducto y el gas, hasta el cuidado de niños y niñas apoyado con la luz eléctrica en labores de enseñanza–. La idea es que el trabajo de cuidado se optimice, proveyendo la mayor cantidad de cuidado recibido, al menor costo en tiempo y carga laboral.

Por último, el dinero que se destina al sector del cuidado –sea en servicios, sistemas o programas– es una inversión que multiplica el desarrollo y el bienestar de las poblaciones. En la literatura económica se ha estudiado cómo la recepción del cuidado es esencial para la salud, la educación y el crecimiento productivo de las personas; además, se ha estudiado cómo la sobrecarga del trabajo de cuidado dentro de los hogares y por parte de quienes lo brindan –mujeres en su mayoría–, puede resultar perjudicial. La inversión en cuidado no es un gasto hundido. Por el contrario, genera retornos tan grandes que permiten a la sociedad misma existir, siendo más productiva y desarrollada.

Somos economistas feministas y esperamos que esta columna contribuya a la construcción del debate público que se ha generado en torno a la economía del cuidado e impacte los círculos de discusión académica y política. Los invitamos a leer otras publicaciones sobre este tema en nuestro blog.

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