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¿Es deseable bajarles los impuestos a las empresas?


Últimamente se ha hablado mucho sobre el impuesto a la renta corporativa, más conocido como el impuesto a las empresas, y - a raíz de la propuesta de reforma tributaria presentada por el ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla - por estos días se escuchan todo tipo de argumentos a favor y en contra de disminuir dicho impuesto.

Tal vez el motivo más común a favor es que, al reducir los impuestos a las empresas se generará más empleo. El impuesto a las empresas se cobra como una proporción de los beneficios (ingresos menos costos) de la empresa durante el último año gravable. Lo anterior quiere decir, en particular, que todos los costos de nómina son deducibles del impuesto de renta. Aumentar el número de trabajadores permite aumentar los costos de la empresa y por tanto alguien podría decir que si el impuesto es más alto, los empresarios buscarán contratar más trabajadores para reducir la base del impuesto. Por supuesto hace falta analizar la otra cara de la moneda: ninguna empresa contrata trabajadores si estos no contribuyen a aumentar sus ingresos, y por consiguiente se podría argumentar que a mayor imporrenta, menor será la demanda por trabajo. La teoría económica nos enseña que si las empresas están maximizando sus utilidades los dos efectos anteriores se cancelan y el impuesto a las ganancias de las mismas no tienen -al menos no directamente- ningún efecto sobre el número de empleados que van a contratar.

¿Cuáles son entonces los efectos directos del polémico impuesto? Un impuesto a las utilidades es en últimas un impuesto de retorno al capital de los socios o accionistas de la empresa. Adicionalmente, se grava cualquier tipo de renta monopólica (en caso de que la empresa opere en un sector poco competitivo). Usualmente los economistas estamos de acuerdo en que es deseable gravar las rentas monopólicas, por lo que me voy a concentrar en discutir, desde la perspectiva de la teoría económica, si es buena idea reducir los impuestos a la renta de capital de los dueños de las empresas. A mediados de los años ochenta tomó mucha fuerza un argumento según el cual los impuestos al capital debían ser cero “en el largo plazo”.

El argumento es que en últimas el capital no es otra cosa que consumo futuro y en la medida en que el capital se reinvierte de año a año, una inversión a dos años incurre en doble tributación, a tres años en triple, y en general la distorsión introducida por el impuesto es tremenda. Así, la recomendación de la escuela neoclásica sobre tributación óptima en los 80s y 90s era financiar el fisco únicamente con impuestos a los salarios y no a rentas de capital. Yo me pregunto si esa es la visión del ministro Carrasquilla, que terminó su doctorado en economía en 1989. Lo cierto es que desde entonces el paradigma (académico) ha cambiado y hay varios argumentos que justifican repartir la carga tributaria entre los trabajadores y los rentistas de capital. Por ejemplo un estudio para Estados Unidos publicado en 2008 en la prestigiosa revista American Economic Review encuentra que la tasa de impuesto óptima a las rentas de capital es de 36%, mientras que los salarios altos deben pagar tasas del 23%.

La discusión anterior es teórica y vale la pena contrastarla con las prácticas actuales. En el mundo real el impuesto de renta corporativo suele ser más importante para los ingresos fiscales de los países en desarrollo que para los de los países desarrollados. Por ejemplo, para el periodo 1996-2001, el impuesto de renta corporativo representó el 54% de los ingresos tributarios en países de ingreso bajo, 50% en países de ingreso medio bajo, 42% en países de ingreso medio alto y tan sólo 18% en países de ingreso alto. De lo anterior uno podría deducir que el impuesto a las empresas es un impuesto de país pobre. Es más difícil concluir que por cobrar impuestos de país rico nos vamos a volver un país rico. Por otro lado, en un mundo globalizado las empresas multinacionales pueden escoger (y lo hacen) el país donde causan sus utilidades teniendo en cuenta las tasas de impuesto de renta corporativa. Lo anterior genera competencia entre países y, ya sea buscando atraer inversión extranjera o evitar que empresas locales se muevan a otros países, tanto países en desarrollo como países desarrollados han venido disminuyendo sus tasas de impuestos a las empresas en los últimos lustros. Para la muestra, el año pasado el Congreso de Estados Unidos -nuestro principal socio comercial- aprobó la propuesta del presidente Donald Trump de disminuir la tasa de impuesto de renta corporativa de 35% a 20%. Sin duda la globalización ha llevado a los países a competir por el capital bajando sus impuestos a las empresas.

Después de toda esta retahíla ¿Es deseable disminuir el impuesto a las empresas? Mi intención no es defender ni compartir en este espacio mi opinión personal sobre el tema. Quise exponer los argumentos más sólidos que conozco a favor y en contra de la medida. Dejo a cada lector que sopese los argumentos anteriores y forme su propia opinión al respecto.

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