El concepto de corrupción puede no ser tan obvio como se piensa en un principio. Normalmente, se cree que la corrupción ocurre cuando un funcionario público se apropia de recursos también públicos. Esto, por supuesto, corresponde a un tipo de corrupción.
Sin embargo, la siempre cambiante corrupción toma otras formas más sutiles y menos publicitadas. En el caso de Colombia, los Gobiernos compran los apoyos de los congresistas mediante la canalización de recursos provenientes del Presupuesto Nacional en forma de contratos que son asignados, muchas veces con licitaciones arregladas, a los financiadores de las campañas al Congreso. Esta forma de corrupción se nutre de los ingresos del Gobierno central, es decir, principalmente de nuestros impuestos, y la utilización de estos recursos le da forma a la estructura de poderes en Colombia.
Esto no es nuevo. Los Estados de derecho actuales heredaron del barón de Montesquieu la concepción de que el poder se presta a abusos, y solo el poder puede detener al poder. De aquí, el principio de balance de poderes entre las diferentes ramas: un mal presidente no podría darles rienda suelta a sus peores instintos ya que tendría que responderles a las demás ramas del poder. El equilibrio de poderes es necesario, deseable, en un Estado moderno. Pero ¿Qué pasaría en el caso en el que una de las ramas domine a otra o las otras dos? ¿Qué costos tendría esta fusión de ramas para un país?
Un ejemplo de la elminación de la separación de poderes se puede ver en nuestro país vecino, Venezuela. El poder ejecutivo en manos de Hugo Chávez controló la Asamblea Nacional y las Cortes. Su sucesor ha continuado con este perverso legado, con más entusiasmo que nunca. El país se convirtió en un Estado dictatorial, en donde el líder del poder ejecutivo tiene un poder superior al de los integrantes de las demás ramas del poder. Obviamente, las otra ramas no pueden desaparecer en el sentido estricto del término. Es necesario dar una ilusión de legalidad, de que el país no ha virado hacia la autocracia.
En Colombia, lamentablemente, esa situación, en la cual uno de los poderes hace un coupen contra de otro, parece existir, y desde hace ya varios años. Me refiero a la dominación que ejerce el poder ejecutivo sobre el legislativo que es una consecuencia directa de la asignación discrecional de los cupos indicativos.Por el momento, dejemos de lado la relación del Ejecutivo con el Judicial. Como lo expone el indispensable libro El dulce poder, maravillosa y valiente recopilación de las artes ocultas de la politica regional en Colombia, realizado por La Silla Vacía, una porción de los congresistas son elegidos en un sistema que solo puede ser sostenible gracias a la relación cercana con el Gobierno central. Para resumir el proceso, algunos congresistas deben financiar campañas que cuestan más que la totalidad de los ingresos que van a recibir durante su término legislativo. Esta hazaña no podría ser lograda sin la colaboración de financiadores, que en la práctica son contratistas. Los contratistas ayudan a mantener viva la estructura electoral de los congresistas y a financiar la compra de votos que asegura la elección y reelección de los barones y baronesas electorales del país. Los contratistas no trabajan gratis. Su preciada financiación viene acompañada de una etiqueta de precio. Sin embargo, se trata de un precio futuro. Cuando el congresista apoyado es elegido, busca un pedazo de la tostada en la que se encuentra esparcida la muy preciada “mermelada”, eufemismo de los Cupos Indicativos. El Gobierno central, con nuestros impuestos, financia la necesitada inversión en las regiones, que es legal. El problema, para algunos, es que la asignación de esta inversión está lejos de ser homogénea entre los congresistas. Ni su proceso, claro. Por el contrario, parece estar correlacionada con el hecho de que dicho congresista apruebe los proyectos legislativos que son coherentes con la agenda legislativa del Gobierno de turno. Por supuesto que los fondos provenientes de la mermelada no son ejecutados por el congresista. Lo son por algún elemento de su estructura de poder: gobernadores, alcaldes, concejales, directores o funcionarios de entidades del estado como el SENA, etc. El esquema se topa, en este punto, con la dificultad de que los recursos (nuestros impuestos) no pueden ser asignados tan directamente como los congresistas quisieran arbitrariamente entre los generosos contratistas. Deben pasar por un proceso de licitación, en donde se elige al mejor candidato dados los requerimientos contenidos en los pliegos de licitación. En estos pliegos se especifican las condiciones que deben ser cumplidas por la empresa a quien se asigna la contratación. Cuando el miembro de la estructura del congresista, que está a cargo de establecer los requerimientos de los pliegos, sabe a quién debería ser asignado el contrato, no le basta más que adaptar los pliegos a las condiciones específicas del contratista para asegurar que este sea el ganador del concurso. En algunos casos, muchos casos, este comportamiento es tan flagrante que solo termina habiendo un candidato en la licitación. El candidato único es, por definición, el ganador del contrato. Los participantes se felicitan, y el pago de las contribuciones (ilegales) a las campañas electorales queda saldado.
Tenemos la ilusión de pensar que los congresistas pueden jugar el rol de ser contrapesos del poderoso Presidente de la República. De hecho, uno de los argumentos que esgrimían algunas personas que, con poco entusiasmo, hacían público su apoyo a la candidatura de Gustavo Petro, era que el Congreso iba a impedir que el volátil candidato materializara sus propuestas más controversiales. En mi opinión, esto era una ilusión. Muchos de los congresistas en Colombia no pueden darse el lujo de ser rechazados por el poderoso Gobierno central. Alvaro Uribe, Jorge Enrique Robledo, o Angélica Lozano, pueden darse este lujo. Hacen parte de los escasos “candidatos de opinión”. Y eso, justamente, es lo que los hace tan peligrosos. Y lo pregonan a quienes quieran oírlo. La triste realidad política de este país es que la mayoría de congresistas requieren de los cupos indictivos, de nuestros impuestos, para asegurar, de una forma darwiniana, su supervivencia.