La financiación de la educación superior es una inversión en capital humano.[2] Como cualquier inversión está sujeta a riesgos. El mayor de ellos consiste en que el egresado enfrenta un problema de incertidumbre sobre su situación laboral futura y por ende sobre el valor de la inversión respecto a su costo. Un crédito convencional no cubre al deudor contra este riesgo, lo cual hace que la población más vulnerable a este quede ex ante excluida del sistema de educación superior.
La Financiación Contingente al Ingreso (FCI) establece un contrato de participación: En lugar de fijar un monto de retorno fijo, como en un crédito convencional, el pago de la deuda es una proporción del ingreso. Así quienes ganan más aportan más al fondo de financiación, mientras que quienes ganan menos aportan menos (y quien está desempleado no aporta nada). Este esquema de financiación actúa sobre un principio de solidaridad entre deudores como respuesta óptima [3] a un problema de riesgo. Siguiendo este principio, la ley 1911 del 9 de julio de 2018 introdujo el esquema llamado de Contribución Solidaria a la Educación Superior. La pregunta es qué tan solidario resulta el esquema establecido por la ley.
Dejando aparte otras bondades tales como la eficiencia en la originación y el cobro,[4] el seguro de desempleo implícito en un contrato de FCI constituye una gran fortaleza. Como todo seguro, tiene un costo por ocurrencias de siniestro -en este caso el siniestro es desempleo o subempleo-. Este costo se puede pagar de dos maneras. En el caso de un seguro de salud, los asegurados sanos pagan el costo del tratamiento de los asegurados que se enferman. En otras palabras, los sanos contribuyen solidariamente al tratamiento de los enfermos. En términos de educación, quienes ganen más (los sanos) pagan la prima de riesgo que cubre el siniestro que generan los que ganan menos (los enfermos).
Si la prima de riesgo es acertada, lo que recoge el fondo es apenas suficiente para cubrir lo que se gasta en tratamientos médicos. Este contrato es ideal desde el punto de vista de riesgo, ya que nadie sabe de antemano si se va a enfermar en el futuro. Más aún, dirige el subsidio de manera acertada porque no se basa en los ingresos de los padres (e.g. becas basadas en el índice Sisbén) sino en los ingresos futuros del beneficiario mismo, que son los que determinan las necesidades del mismo.
No fue así como quedó la ley 1911, pues establece que el máximo exigible para rembolso es el monto del beneficio recibido (artículo 18, parágrafo 1). Aunque esta cláusula es razonable en una lógica de crédito estudiantil (donde lo justo es que el estudiante rembolse únicamente lo que le prestaron) no lo es en una lógica de fondo solidario donde es necesario que contribuyan los sanos a pesar de que nunca hayan enfermado. No es difícil ver que, si ninguno pone más de lo que “le toca”,[5] termina siendo el gobierno quien subsidie el seguro de desempleo.
Cuando los sanos dejan de contribuir, el costo de la enfermedad termina siendo asumido por el gobierno. En este caso se puede hablar aún de un esquema solidario, ya que todos los contribuyentes aportamos solidariamente. Sin embargo, este esquema no está balanceado desde el punto de vista fiscal, sino que requiere de importantes subsidios por parte del gobierno. Generar un esquema fiscalmente balanceado requeriría modificar un aspecto de la norma que afecta directamente el espíritu de la misma.
Aún con este problema de balance fiscal, la lógica de fondo solidario introducida por la ley 1911 es valiosa ya que nos da una perspectiva sobre los sistemas de financiación 100% subsidiados (becas, fondos), donde el subsidio es completo y beneficiario -no retorna nada al fondo-. Aplicando el principio de solidaridad, los egresados de hoy pueden contribuir un porcentaje de sus ingresos a la educación de los estudiantes del mañana. Más allá de un rol redistributivo, este esquema aporta una herramienta de mitigación del riesgo. Esta herramienta -tal como concluye Stiglitz (2014)- no se restringe a permitir el acceso a la educación superior, sino que se generaliza a diversas áreas del gasto público donde cabe el principio de solidaridad.
[1] Profesor visitante, universidad de Notre Dame. Agradezco los comentarios de Alejandro Venegas sobre una versión inicial del artículo.
[2] Ver Palacios (2002).
[3] “Income contingent loans ‘represent an efficient way of implementing equity contracts for human capital’” (Stiglitz, 2014). Findeisen y Sachs (2016) muestran que el diseño de un esquema de FCI se puede hacer de manera óptima en el sentido de Pareto. También argumentan que lograr este diseño requiere de la intervención del gobierno (ver también Chapman y Lounkaew, 2010).
[4] La eficiencia de los contratos de FCI respecto a un crédito hipotecario se deriva del ahorro en costos de originación y cobro propios de un crédito corriente. El recaudo por PILA, contemplado por la ley, ahorra estos costos.
[5] El debate sobre qué “me toca”, y qué no, puede derivar rápidamente en una discusión ideológica. De ahí la comparación con los seguros de salud para llevar la discusión a un plano neutral.
Referencias
Chapman, B. and K. Lounkaew (2010). Income contingent student loans for Thailand: Alternatives compared. Economics of Education Review 29 (5), 695 - 709.
Findeisen, S. and D. Sachs (2016). Education and optimal dynamic taxation: The role of income contingent student loans. Journal of Public Economics 138, 1-21.
Palacios, M. (2002). Human capital contracts.
Stiglitz J.E. (2014) Remarks on Income Contingent Loans: How Effective can they be at Mitigating Risk? In: Chapman B., Higgins T., Stiglitz J.E. (eds) Income Contingent Loans. International Economic Association Series. Palgrave Macmillan, London.